
30.12.2025 07:48 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
La mansedumbre del encierro de Juan Bernardo Caicedo marcó el pulso del festejo, pero en medio de un ganado falto de casta y bravura emergieron la maestría magistral de César Rincón, el poder y la determinación de Sebastián Castella y la entrega sincera de Marco Pérez, sosteniendo con torería, oficio y valor una noche que se ganó desde el conocimiento y no desde la facilidad del toro.
Cali - Colombia. La plaza de Cañaveralejo vivió una noche cargada de simbolismo y liturgia incluso antes de que se abriera la puerta de toriles, recordando que la tauromaquia es mucho más que un espectáculo: es rito, ceremonia y memoria viva. El solemne desfile de la Señora Esperanza Macarena, envuelta en luces y faroles, marcó un preámbulo de hondura espiritual al cuarto festejo de feria. Su paso por el ruedo, acompañado por toreros, cuadrillas y quienes conforman la liturgia taurina, impregnó el ambiente de recogimiento y respeto, evocando la dimensión sagrada del toreo, donde tradición, fe y arte se entrelazan ante la mirada del aficionado.
A ese clima de emoción contenida se sumó el sentido y merecido homenaje a Ricardo Santana, profesional ejemplar que, por gracia de Dios y la entrega de la ciencia médica, continúa acompañando fielmente al mundo del toro desde su vocación irrenunciable. La calle de honor y la posterior vuelta al ruedo fueron un gesto sincero de admiración y gratitud, un reconocimiento que estremeció al tendido y elevó la dignidad del festejo, recordando que la tauromaquia también honra a quienes la sirven con lealtad y sacrificio.
Con ese marco solemne y cargado de simbolismo hizo su aparición el encierro de novillos-toros de la ganadería de Juan Bernardo Caicedo, un conjunto que, lejos de expresar la bravura como eje esencial del toro de lidia, evidenció mansedumbre reiterada, limitada casta y escasa raza. Y es precisamente ahí donde se construye el primer gran argumento de la noche: la diferencia profunda y determinante entre la bravura auténtica, esa compleja amalgama de genética, instinto, crianza y manejo en libertad que convierte al toro en un verdadero profesional del ruedo, y la simple nobleza sin fondo, que permite el pase, pero no sostiene la pelea ni el drama de la lidia.
El abre plaza fue un ejemplar manso, desentendido y desclasado, carente de acometividad y fijeza, que terminó entregándose más por agotamiento que por auténtica bravura. Un toro sin arrastre ni persistencia, que diluyó pronto cualquier expectativa, recibiendo pitos por su falta de raza. El segundo mantuvo la tónica: manso y huidizo, con nobleza superficial, pero con peligro latente y una alarmante carencia de casta; rehuyó el combate, buscó las tablas y negó la esencia misma del toro bravo, aquel que acepta la pelea hasta el final. El tercero, de arreones y embestida irregular, confirmó el signo del encierro: nobleza sin motor, embestidas a trompicones y una mansedumbre estructural que condicionó toda la lidia. El cuarto permitió una tediosa toreabilidad, noble, pero manseando conforme avanzaba el trasteo, sin resistencia ni poder para sostener la emoción. El quinto volvió a la mansedumbre huidiza, con peligro y arreones, pasando sin entrega real ni transmisión. Solo el sexto dejó entrever algo de encaste: noble y con cierta transmisión, aunque limitado en bravura y clase, insuficiente para hablar de un toro completo y redondo.
Porque la bravura no es agresividad ciega ni violencia sin sentido: es la capacidad de luchar, de repetir, de arrancarse de lejos con fijeza, de sostener la embestida con poder, temple y resistencia a lo largo de toda la lidia. Y esa esencia, salvo contados destellos, brilló por su ausencia. Frente a un encierro así, el triunfo no nace del toro, sino del torero. Y fue entonces cuando la tarde encontró su razón de ser.
César Rincón fue, de principio a fin, el gran maestro y auténtico director de lidia. Con el abre plaza dejó verónicas exquisitas, de muñeca rota y compás abierto, imponiendo temple donde no lo había y dotando de categoría a una embestida pobre. En la muleta, su maestría afloró con naturalidad y autoridad: estuvo siempre donde el burel quiso, con parsimonia, conocimiento y mando, dibujando una faena soñada a un toro sin fondo. Dos estocadas pusieron rúbrica a una lección de torería pura, premiada con una oreja de peso. Con el cuarto de lidia ordinaria volvió a sentar cátedra desde el capote y, ya con la muleta, descifró con inteligencia quirúrgica a un toro sin bravura, hilvanando una faena cargada de entrega, valor sereno y decisión. Sonora ovación desde el tercio tras dos avisos para un torero que enseñó, una vez más, cómo se gobierna una noche desde el oficio y la sabiduría.
Sebastián Castella mostró el poder del torero forjado en la adversidad. Con el segundo de la noche lanceó a favor del burel en el capote y, en la muleta, se impuso con porfía, firmeza y temple, construyendo una faena de autoridad, valor y mando que arrancó dos orejas a base de sometimiento y convicción. Con el quinto de lidia ordinaria volvió a apostar por el toro, inventando una faena donde parecía no haber materia prima, sacando pases donde no los había, apoyado en su oficio y en una lectura perfecta de la embestida. Estocada y verduguillo, y un saludo desde el tercio que supo a reconocimiento a su capacidad de poder sobre la nada.
Marco Pérez, por su parte, dejó constancia de su entrega, proyección y ambición torera. Con el tercero de la noche toreó a favor del novillo en el capote y, en la muleta, logró acoplarse para firmar una faena corta, templada, de buen gusto y sentido del ritmo. Pinchazo, estocada y descabello, y una oreja que premió su disposición y trazo. En el cierre de plaza se fue de hinojos con verónicas que encendieron al tendido; en la muleta planteó una faena inteligente, intensa y bien estructurada, conectando con el público desde la emoción y la verdad. Estocada y verduguillo, y otra oreja tras escuchar dos avisos, que confirmó su entrega sin reservas.
Fue, en definitiva, una noche donde la mansedumbre del encierro contrastó con la grandeza de la torería. Cuando faltó la bravura, esa esencia que da sentido al rito, emergieron el magisterio de César Rincón, el poder de Sebastián Castella y la entrega sincera de Marco Pérez. Y así, una vez más, la tauromaquia demostró que, aun sin toro pleno, el arte puede sostenerse desde la inteligencia, el valor y la verdad del torero.







