19.10.2025 07:12 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
La corrida conmemorativa por los 450 años de Aguascalientes fue un tributo a la tradición, al valor y al arte. Pese a un encierro deslucido de Santa Bárbara y dos toros de regalo mermados de bravura, Alejandro Talavante emergió como figura estelar. Con oficio, temple y una torería madura, firmó una faena llena de mérito ante un manso de Tequisquiapan, donde la espada le negó el triunfo, pero no la gloria. Aguascalientes vibró entre la historia y el arte, recibiendo de la fiesta brava el homenaje que su espíritu taurino merecía.
Arbeláez - Colombia. Aguascalientes se vistió de azul profundo. La Monumental, esa catedral del temple y del valor, lucía majestuosa, coronada por un ruedo ornamentado con un dragón alado, símbolo hidrocálido que parecía custodiar la memoria de cuatro siglos y medio de historia. Era la tarde del homenaje, el tributo de la fiesta brava a una tierra que ha sido corazón y baluarte de la tauromaquia mexicana. Aguascalientes, la ciudad que ha criado toreros y forjado leyendas, celebraba 450 años de existencia, y lo hacía con lo que mejor sabe hacer: una corrida.
El cartel era de expectación. Tres toreros, tres estilos, y una sola misión: honrar la tradición. Alejandro Talavante, el extremeño de alma artística y espíritu inconforme; Diego San Román, el queretano de la raza nueva, valiente hasta el delirio; y Héctor Gutiérrez, el hidrocálido que volvía a su plaza con la ilusión de tocar la gloria en su tierra.
Pero la tarde, como tantas veces en la historia del toreo, tuvo un enemigo silencioso: la debilidad del toro. Los ejemplares de Santa Bárbara, con toda su buena estampa, se derrumbaron en cuanto sintieron la arena. Faltó casta, sobró mansedumbre. El público, paciente y sabio, comprendió que el espectáculo se desmoronaba junto con las patas de los astados. Y entonces, cuando la decepción asomaba en los tendidos, llegó el gesto de los toreros: los regalos, los toros de Tequisquiapan, hierro recuperado por Fernando de la Mora. Pero el destino, caprichoso, volvió a torcer la historia: uno fue un manso de manual, el otro, un enemigo deslucido y de malas ideas.
En medio de ese panorama árido, emergió la figura de Alejandro Talavante, con esa torería suya que mezcla la estética con la introspección, el valor con la inteligencia. Al primero de Santa Bárbara, toro de nobleza medida y fuerzas escasas, lo entendió con la paciencia de un orfebre. Le cuidó las distancias, lo templó con suavidad y le arrancó muletazos de hondura, de esos que no necesitan el rugido de la plaza para hacerse eternos. Fue una faena de detalle, de mimo, de conocimiento profundo del toro. La espada, sin embargo, le jugó una mala pasada: entera pero baja, y la oreja se esfumó. El público, consciente de lo visto, le tributó palmas sinceras.
Su segundo oponente, otro de Santa Bárbara, no le dio opción. A cada intento de embestida, el toro se desmoronaba, sin ritmo ni aliento. Talavante decidió abreviar. Pero quedaba la prueba mayor: el toro de regalo, un Tequisquiapan manso como pocos, rebelde hasta en el tercio de varas, donde se negó a ser picado, desatando un pequeño caos entre los montados. A ese animal, que parecía destinado a la nada, Talavante le impuso su ley.
Fue entonces cuando se encendió el arte. En medio del despropósito, el extremeño clavó las zapatillas en la arena y comenzó a torear con el alma. Citó con mando, obligó con suavidad y, poco a poco, convenció al toro. Le enseñó a embestir, a seguir el trazo, a descubrir que en el sometimiento hay gloria. Los muletazos se sucedieron, largos, hondos, plenos de madurez. No había triunfo grande posible, pero sí había torería. La emoción regresó al tendido. El público, que ya pensaba en la pirotecnia final, volvió a vivir la fiesta en su esencia más pura: el hombre frente al toro, la inteligencia sobre la fuerza, la voluntad sobre la adversidad.
Pinchó. Dos avisos. La espada volvió a negarle el trofeo. Pero al final, cuando se retiraba hacia el burladero, Aguascalientes se puso de pie. El aplauso fue sincero, cálido, emocionado. Porque la gente entendió que aquella faena, sin orejas ni vueltas al ruedo, había sido una lección de oficio, de compromiso y de respeto por la tauromaquia. Talavante no se refugió en la excusa ni en el conformismo: dio la cara y sudó la taleguilla, la camisa, el chaleco y la casaquilla. Se ganó la ovación y el respeto, que a veces valen más que cualquier trofeo.
Mientras tanto, Diego San Román se batía con el infortunio. El “Don Valor” actual, como lo bautizó la afición, se llevó dos volteretas de órdago, de las que se levantó sin mirarse la ropa. Quiso, insistió, se entregó, pero los toros no quisieron. Aun así, su pundonor le llevó al tercio, donde el público reconoció que su entrega no tiene límites. Héctor Gutiérrez, en cambio, batalló en la misma desventura. Su lote fue ingrato y, tras un intento con el de regalo, prefirió abreviar. La suerte no siempre tiene el mismo reloj.
El homenaje a Aguascalientes, sin embargo, brilló con luz propia. La plaza, engalanada con los tonos azul oscuro y azul claro, lucía elegante, sobria y majestuosa. Los burladeros, con letras doradas y el escudo de la Monumental, recordaban los 450 años de historia de una ciudad que ha defendido y promovido la fiesta brava con pasión y orgullo. El Himno Nacional, el de Aguascalientes y el estallido de la pirotecnia final pusieron el broche a una jornada simbólica, en la que la tauromaquia se arrodilló ante la historia para rendir tributo a su cuna mexicana.
Aguascalientes cumplió sus 450 años, y el toreo le devolvió el homenaje con arte, respeto y emoción. No hubo grandes triunfos, pero sí una faena que quedará en la memoria: la de Alejandro Talavante, que, con temple, sabiduría y corazón, convirtió un manso en espejo del arte, y una tarde gris en testimonio de la grandeza del toreo.
Porque en el ruedo, como en la vida, no siempre se triunfa con orejas. A veces basta con quedarse en pie, con dignidad, mientras el mundo se derrumba alrededor. Y eso, Talavante lo demostró en Aguascalientes.