Canencia (España): Juan de Castilla, Verdad y Temple

Canencia (España): Juan de Castilla, Verdad y Temple

11.10.2025  11:18 p.m.

Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora

El torero colombiano Juan de Castilla firmó una actuación memorable en Canencia (Madrid) ante novillos de El Álamo, cortando dos orejas tras una faena de temple, entrega y oficio que conectó con el público desde el primer contacto. Su actuación no solo fue técnica y poderosa, sino también profundamente emocional, dejando huella en la afición madrileña y reafirmando su condición de torero de raza y verdad.

Manizales - Colombia. El aire fresco de la sierra madrileña en Canencia trajo consigo un cartel de sabor, de esos que mezclan veteranía, entrega y juventud. En el ruedo, los novillos de El Álamo, bien presentados y con transmisión, pusieron la medida justa de exigencia para calibrar el momento de cada espada. Pero entre todos, hubo un nombre que encendió la tarde con la pureza de su concepto y la fuerza de su verdad: Juan de Castilla, el torero colombiano que volvió a recordarle a España que el toreo no entiende de fronteras cuando se hace desde el alma.

Desde su salida a la plaza, Juan mostró el empaque del torero que se sabe preparado. Firme de plantas, mirada templada, y ese andar que anuncia seguridad sin prepotencia. El novillo que le correspondió no fue fácil: embestía con cierta brusquedad y pedía mando desde los primeros compases. Pero el colombiano, con un capote medido y cargado de intención, logró fijarlo con verónicas de trazo limpio, acompañadas de un remate a una media de cartel que arrancó los primeros aplausos sinceros del tendido.

En el tercio de banderillas, el animal confirmó sus complicaciones: se venía pronto, pero soltaba la cara al final del muletazo, midiendo al hombre más que entregándose. Sin embargo, aquello no pareció inquietar al torero de Medellín, que brindó al público con una serenidad casi litúrgica. El silencio en los tendidos se convirtió en expectación.

El cite, a pies juntos, fue un acto de fe. Juan de Castilla se la dejó venir con suavidad y, en cuanto la muleta tomó vuelo, se adivinó la arquitectura de una faena grande. El temple fue su bandera: cada pase, medido; cada muletazo, hilvanado con una pausa exacta que dio hondura a su trasteo. Toreó despacio, muy despacio, como si quisiera detener el tiempo entre cada natural.

Las tandas por la derecha tuvieron limpieza y ajuste; pero fue por el pitón izquierdo donde llegó la comunión plena con el público. Los naturales, largos y ligados, fueron acompañados por un rumor creciente de emoción, ese murmullo que solo aparece cuando el toreo se hace de verdad. La muleta de Juan, baja y poderosa, llevó al novillo sometido, mientras el torero se crecía en cada tanda con la serenidad de quien no torea para agradar, sino para expresar.

El final de faena fue un derroche de torería. Molinetes lentos, un pase de pecho de pitón a rabo, y una mirada al cielo antes de perfilarse para la suerte suprema. Entró derecho, sin titubeos, dejando una estocada en todo lo alto que tumbó al novillo sin puntilla. La plaza se vino abajo. Pañuelos al viento. Dos orejas rotundas y un reconocimiento unánime: la tarde era suya.

El colombiano dio la vuelta al ruedo entre vítores y palmas, con la emoción contenida y la humildad del que sabe que el triunfo se gana a pulso. No hubo gestos de vanidad, sino gratitud. Saludó a cada tendido, alzó el trofeo y miró al cielo, quizá recordando los largos caminos recorridos desde su tierra hasta estas arenas españolas que hoy lo reciben como uno más.

Mientras los demás espadas: Uceda Leal, Gómez del Pilar, Villita y Rodrigo Cobo, también dejaron su sello de entrega y valor, fue Juan de Castilla quien marcó el pulso artístico de la tarde. Su actuación fue la síntesis perfecta entre técnica y sentimiento, entre el dominio del toro y la expresión del alma. Su nombre resonó en los corrillos de los aficionados como el de un torero con madurez, con poso, con esa rara cualidad de los que hacen del ruedo un altar y del toreo una verdad.

Cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas de Canencia, el eco de su faena seguía vibrando en la plaza. Porque hay actuaciones que no se miden por las orejas cortadas, sino por la huella que dejan. Y la de Juan de Castilla, en esta tarde madrileña, fue profunda, honesta e imborrable.

  

 

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