16.08.2025 09:30 p.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
En la exigente corrida de Adolfo Martín en Cenicientos, el colombiano Juan de Castilla dejó una impronta de honradez y entrega total, enfrentando la dureza del encierro sin concesiones al artificio. Aunque el marcador final se tiñó de silencios, su profesionalismo y serenidad ante la adversidad hicieron de su actuación un ejemplo de valor y verdad torera.
Arbeláez - Colombia. La plaza de toros Jerónimo Pimentel de Cenicientos vivió ayer viernes 15 de agosto, una de esas tardes que recuerdan por qué el toro bravo sigue siendo la piedra angular de la Fiesta. En la segunda de la Feria del Toro en honor a la Virgen del Roble, comparecieron tres matadores dispuestos a medirse con un encierro de Adolfo Martín Andrés, hierro de garantía y seriedad, cuyos astados, de imponente trapío y poder inmisericorde, pusieron a prueba hasta el límite la capacidad y la firmeza de la terna.
En este contexto de exigencia extrema, destacó la figura del colombiano Juan de Castilla, que hizo gala de su mayor virtud: la honradez en el ruedo. Consciente de la falta de opciones claras para el lucimiento, lejos de recurrir a recursos fáciles o a la falsedad estética, el diestro de Medellín se plantó con serenidad, dispuesto a dar la cara en cada embestida complicada y a asumir los riesgos que el toro imponía.
Su primero, un ejemplar de poderosa arboladura, resultó reservón y con un punto de violencia en los embroques. Castilla lo lidió con limpieza, acortando terrenos y exponiéndose de frente, hasta arrancarle muletazos de mérito en tandas aisladas. El esfuerzo, serio y cabal, fue reconocido en silencio tras escuchar un aviso, pero dejó en el tendido la sensación de que aquel torero no había venido a pasar de puntillas.
En su segundo turno, el colombiano volvió a demostrar profesionalismo y valor sin alardes. La falta de entrega del toro, que se quedó corto y reponía en cada intento de ligazón, convertía cada muletazo en un ejercicio de fe. Castilla, fiel a su concepto, no cedió un ápice: se cruzó, cargó la suerte y aguantó parones con estoicismo. La espada, en esta ocasión, no mejoró la estadística y el resultado fue de nuevo silencio. Sin embargo, lo que el público vio fue la dimensión de un torero íntegro, que no se esconde y siempre responde con verdad ante la adversidad.
La corrida, en términos generales, tuvo otros matices. Damián Castaño logró los momentos de mayor conexión con el tendido, saludando palmas en su primero y ovación en el segundo, demostrando capacidad lidiadora ante la dureza del hierro. El peruano Joaquín Galdós, por su parte, se topó con un lote deslucido y, pese a intentarlo, fue silenciado en ambas comparecencias. Entre las incidencias, cabe reseñar la cornada sufrida por el banderillero Jesús Fernández Martín, de la cuadrilla de Galdós, alcanzado en el glúteo izquierdo y trasladado por sus propios pies a la unidad móvil, donde fue intervenido de una herida de seis centímetros de extensión y cuatro de profundidad. Asimismo, Pablo Gallego fue obligado a saludar tras un notable tercio de banderillas al sexto de la tarde.
Con la plaza presentando más de tres cuartos de entrada, la tarde no dejó trofeos sonoros, pero sí enseñanzas para quienes saben mirar más allá de la estadística. La de Cenicientos no fue una tarde de orejas, sino de valores esenciales: respeto, honradez, entrega y profesionalismo. Virtudes que Juan de Castilla puso en evidencia con cada pase sincero, con cada terreno pisado con determinación, y con cada mirada serena al toro adverso.
Porque, al fin y al cabo, no siempre brilla el toreo cuando las embestidas niegan la obra soñada, pero sí resplandece el torero cuando demuestra que su compromiso no entiende de excusas. Y en esa lección de verdad, valor y dignidad, Juan de Castilla salió de Cenicientos con un triunfo que no cabe en el palco, sino en la memoria de quienes valoran la pureza del toreo.