De Reparto: Subalternos, El Pulso Oculto del Toreo

De Reparto: Subalternos, El Pulso Oculto del Toreo

11.10.2025  11:22 p.m.

Redacción: Andrey Gerardo Márquez Garzón

La corrida fue una lección viva de técnica y entrega. Los subalternos, con temple, precisión y profesionalismo, recordaron que la suerte de varas sigue siendo el termómetro de bravura y el cimiento del toreo auténtico. Entre puyazos medidos, pares bien colocados y bregas oportunas, se reivindicó el papel esencial de quienes sostienen, con valor y oficio, la arquitectura de la lidia.

Manizales - Colombia. La tarde en el ruedo fue, más que un espectáculo, una cátedra de tauromaquia. Los subalternos, esos hombres de plata que rara vez acaparan los titulares, fueron los verdaderos protagonistas de una jornada donde la suerte de varas recuperó su sentido más puro: medir, templar y revelar la bravura del toro. En una época donde la técnica a veces eclipsa el sentimiento, esta faena recordó que, sin el pulso sereno del picador y el oficio del peón, la lidia pierde su verdad.

La suerte de varas, primera suerte del tercio de varas y piedra angular de toda corrida, es el momento donde el toro se mide en su bravura, donde se define su fondo y se calibra su acometida. El picador, montado a caballo y armado con la puya, no busca castigar sino dosificar y probar, templar el ímpetu del toro para que embista con entrega y fije su acometida. Un puyazo bien dado no destruye al animal: lo pule, lo iguala y lo prepara para la faena de muleta. Por eso se dice que la suerte de varas es la radiografía del toro bravo, el instante donde se distingue la bravura del simple empuje.

Y eso lo entendieron a la perfección quienes intervinieron en esta segunda tarde de la XXVI Feria de Toros y Ciudad: técnica y respeto.

En el primer toro, Juan Esteban García ejecutó una vara medida y oportuna, ejemplo de saber estar y exactitud. Mientras tanto, Bryan Valencia y Juan David Ortiz, correctos en la ejecución, pero desafortunados en la colocación, dejaron claro que en el toreo el acierto técnico no siempre se traduce en resultado visible, aunque el esfuerzo y la entrega fueron innegables.

En el segundo ejemplar, Edgar Arandia se mostró discreto y oportuno con la vara, sabiendo leer las querencias del burel. Arley Gutiérrez brilló en la brega, firme y templado, entendiendo al animal con suavidad. En banderillas, José Calvo y José Ortega demostraron que el toreo de plata no tiene nada de secundario: sus pares fueron medidos, reunidos y ejecutados con emoción y pureza, arrancando olés sinceros.

El tercero de la tarde fue una lección de temple y precisión. Reinario Bulla dejó un puyazo medido, adaptado a la condición del toro, sin excederse ni faltar. Héctor Fabio Giraldo, en la brega, mostró oficio y serenidad. En banderillas, Antony Dicson y un alumno de la Escuela de Manizales ofrecieron un conjunto de gran ejecución que hizo vibrar al tendido. Tal fue el reconocimiento del público, que ambos fueron obligados a saludar montera en mano, símbolo de respeto y gratitud.

El cuarto toro no puso las cosas fáciles. La vara de Hildebrando Nieto, bien medida, fue acogida con aplausos, demostrando la importancia de un castigo justo y técnico. Iván Darío Giraldo templó en la brega con solvencia. En banderillas, el burel planteó dificultades y se armó un auténtico herradero, donde la valentía suplió la fortuna. Juan David Ortiz y Bryan Valencia cumplieron con entrega, dejando medio par tras buena colocación inicial. La afición supo valorar el esfuerzo en la adversidad.

En el quinto ejemplar, Adelmo Velásquez dejó una vara medida y en el sitio exacto, ejemplo de economía y precisión. Los pares de José Ortega y José Calvo fueron una muestra de coordinación y valor, haciendo gala de la lidia en conjunto que dignifica al toreo de plata.

Y llegó el sexto toro, con el cierre de una tarde de oficio y pundonor. William Torres ejecutó una vara medida y bien colocada, cumpliendo el principio esencial de la suerte de varas: ni más ni menos de lo necesario. Emerson Pineda, en la brega, se mostró profesional y justo, haciendo exactamente lo que la lidia pedía. El alumno de la Escuela de Manizales, con los rehiletes, mostró temple y serenidad: dejó un solo palo en el primer intento, pero recompuso con un buen par que le valió los aplausos del respetable. Antony Dicson, sin suerte en esta comparecencia, cerró una actuación que, pese a las dificultades, mantuvo el tono técnico y la entrega.

Al final, lo que quedó en el aire no fue solo el eco de los olés, sino la sensación de que los subalternos son el esqueleto invisible de la tauromaquia. Su precisión en la colocación, su temple en la brega y su compenetración con los matadores son la garantía de que el arte se mantenga vivo. La suerte de varas, tantas veces incomprendida, volvió a su sentido original: la medida justa, la entrega serena, el equilibrio entre la bravura y la técnica.

Esta tarde en Manizales fue un homenaje tácito al trabajo callado y esencial de los hombres de plata. En cada vara justa, en cada par reunido y en cada capote templado, se dibujó la verdad del toreo: la conjunción de valor, arte y conocimiento que da sentido a la fiesta brava. Porque sin subalternos, no hay lidia posible; y sin suerte de varas, no hay toreo verdadero.

  

 

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