
18.11.2025 07:15 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
El pintor colombiano Diego Ramos abre su alma en un reportaje íntimo y profundo para Aplausos.es, firmado por José Ignacio Galcerá. En él desgrana su pasión por el toreo, su formación entre telas y monteras, su vida en el suroeste francés y su concepción casi litúrgica de la pintura taurina, donde la verdad, la estética y la intensidad lumínica son los pilares de una obra que surge, como él mismo afirma, “del alma”.
Arbeláez - Colombia. Diego Ramos pinta la verdad. No la disfraza, no la inventa, no la idealiza. La arranca del alma del toro y la deposita en el lienzo como un rito íntimo. Porque para él, como para los grandes toreros, la estética es consecuencia de la autenticidad. Y su pintura es, ante todo, una forma de honrar la vida y la muerte que conviven eternamente en la liturgia del toreo.
Reportaje de José Ignacio Galcerá para Aplausos.es
Por los ventanales del estudio de Diego Ramos no entra el sol. En esa penumbra quieta, donde la luz es un personaje más y la humedad del clima francés parece fijar los colores antes de tocarlos, el pintor colombiano desgrana su universo creativo. Trece años lleva afincado en Saint-Martin-de-Hinx, enclave húmedo entre Bayona y Dax, refugio escogido, no casual, para quien afirma sin pestañear: “El sol me quita las ganas de pintar; en cambio la lluvia me ayuda a concentrarme”. En su voz, todo tiene una razón estética. En su mirada, todo nace de la verdad. Porque para Ramos, pintar toros no es un oficio: es una forma de respiración.
“El toreo me inspira porque es verdad pura. Y la pintura taurina, si no es honesta, no sirve. Yo amo el toreo con locura, y mi pincelada de toros sale del alma”, sentencia mientras sus dedos, inquietos, buscan sin pensarlo un lápiz, un rotulador, una herramienta con la cual seguir creando incluso cuando no está frente al lienzo.
UN NIÑO CON UN PINCEL Y UNA CASA LLENA DE TOROS
Diego Ramos nació en Cali en 1976, y si el destino existiera en forma de objeto, el suyo sería un pincel. A los cinco años, una tía, hermana mayor de su padre, detectó lo que él aún no sabía nombrar: talento. Sus padres, sastres taurinos especializados en confeccionar monteras, alimentaron ese impulso artístico comprándole sus primeros pigmentos, que aún conserva como reliquias.
Creció entre telas de raso, carteles, olor a aguja caliente y conversaciones en torno a toreros, toros y faenas. La cultura española, la música, la pintura, los sabores, el rito taurino, impregnó su vida desde la cuna. “En mi casa amamos la cultura española. Cualquier visita que llegaba, yo le pintaba un toro en un folio. Era innato”, recuerda. Y lo era: a la escuela de bellas artes entró siendo un niño y en apenas un mes dejó atrás a los grupos infantiles para estudiar con adultos.
Aquella casa, llena de postales de Robles, Dámaso, Ortega Cano, y de sueños toreros alimentados por juegos infantiles, despertó en él una primera ilusión: ser torero. Toreó sin caballos en Cali, ingresó en El Batán en 1994, entrenó entre nombres que hoy son historia, Robleño, Encabo, Uceda Leal, Abellán, un niño llamado Julián López, pero pronto comprendió que el camino no era el de la espada.
“Cuando vi el volumen del toro español, me cagué”, confiesa entre risas. “Se apagó esa llama, pero se encendió con más fuerza la de pintar”.
EL ESTUDIO: UN TEMPLO DONDE REINA EL CAOS ORDENADO
Hablar con Ramos es entrar en un taller que huele a óleo seco, a madera gastada y al silencio del esfuerzo genuino. Paletas, lienzos, botes abiertos, cientos de pinceles dispersos, cuadernos, rotuladores… un caos que solo entiende quien conoce la alquimia de la pintura.
Se define como pintor académico: del caballete raído, del taburete sencillo, de la mancha convertida en virtud. La pintura, insiste, no es cartelería. “Yo no soy cartelista. Acepto encargos, sí, pero cualquier cuadro puede convertirse en un buen cartel. Lo que no me gusta es esta manía moderna de usar experimentos digitales para carteles taurinos. Eso no es pintura”.
A Ramos le duele, casi físicamente, el auge de la IA aplicada al mundo taurino. No por nostalgia, sino por ética artística: la verdad no se hace a golpe de algoritmo.
MAESTROS, ESPEJOS Y OFRENDAS PICTÓRICAS
Ramos es un devoto del estudio. Ocurre con él lo que con los toreros artistas: observa, escucha, absorbe. Es una esponja hambrienta de belleza.
Fortuny, Pinazo, Sorolla, Degas, Sargent, Antonio López, Whistler, Sickert, Botero… toda una cuadrilla de gigantes lo acompaña cada día. De Sorolla heredó el juego lumínico; de Degas, la comprensión del espacio; de Botero, la armonía cromática; de Pinazo, el respeto por el trazo honesto.
Su obra, luminosísima, rítmica, en perpetuo movimiento, rehúye modernismos huecos para crear una simbiosis de emociones que el aficionado taurino identifica al instante: la hondura de una verónica de Morante, la solemnidad del paseíllo, el misterio del toro en el campo, la épica breve de una vara bien puesta, la fatiga de un banderillero que se ajusta la chaquetilla antes de saltar al ruedo.
Ha pintado a Joselito y Belmonte, a Paula y Camino, a Ponce y José Tomás. Muchos de ellos han sido para él fuente inagotable. Su devoción por Rafael de Paula roza la liturgia. “El maestro me dedicó un capote y yo le dediqué un libro con todo lo que había pintado de él. No fui consciente de cuánto lo había retratado hasta entonces”.
DETRÁS DE CADA PINCELADA, UN TENTADERO OCULTO
Para Ramos, la pintura taurina exige rigor: “El toro tiene que estar vivo. Si no transmite, el cuadro no vale. Tiene que tener lo que tiene el toreo: sol y sombra, vida y muerte, alegrías y desencantos”.
No improvisa. No cree en el artista bohemio que fuma y bebe mientras crea por inspiración divina. “Eso no es verdad. Esto tiene que tener fundamento. Para cada cartel hago decenas de bocetos. Como los toreros: los bocetos son mis tentaderos”.
Recuerda el cartel de San Isidro 2018, con Iván Fandiño en directo en Las Ventas. El reto era monumental, pero Ramos había dibujado tanto al torero en las semanas previas que, afirma, “me lo sabía de memoria”.
Porque Ramos es de los que creen que la genialidad no está reñida con el trabajo: “Si Sorolla, que fue un genio universal, llevaba siempre tablitas para apuntar ideas, imagínate yo, que soy un papafrita”.
¿EL ARTISTA NACE O SE HACE?
“Nace”, responde sin dudar. Pero matiza: el talento innato necesita guía, alimento, disciplina. “El artista nace con el don de crear, pero tiene que desarrollarlo, estudiarlo, afinarlo”.
Por eso él sigue estudiando cada día, sigue mirando a los maestros para no caer en el narcisismo creativo: “Ver mi pintura me aburre. Necesito alimentarme de otros”. Y en esa humildad sincera se revela la grandeza de su obra.









.jpg)
