14.06.2025 02:26 p.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
Juan de Castilla se consagra con tres orejas en El Tiemblo, cimentando su carrera con verdad, valor y técnica frente a un imponente lote de Baltasar Ibán. Una tarde histórica que retrata la madurez de un torero hecho a pulso, que no necesitó del beneplácito de un palco para abrir a ley la Puerta Grande.
Arbeláez - Colombia. Por fin. Con la solidez que solo otorgan los caminos recorridos a pie, con polvo en los tobillos y sin atajos, Juan de Castilla ha dicho “aquí estoy”. Y lo ha hecho en El Tiemblo, donde los tendidos llenos fueron testigos de una tarde de toros en la que el colombiano se echó la corrida a la espalda, empuñó la verdad como bandera y dejó claro que la suya es una carrera forjada con sangre, técnica y corazón, sin más vitola que la entrega ni más marketing que la autenticidad.
El lote de Baltasar Ibán no era para pasearse. Seis toros con trapío, con exigencia, con sentido y fondo. Animales de los que separan a los figurines de los toreros. Y en ese ruedo abulense fue Juan de Castilla quien salió a decir que no necesita que le regalen nada, que está dispuesto a mirar de frente y andar entre pitones por el camino largo: el de los que se ganan la gloria a pulso.
EL TEMPLE POR BANDERA
Fue el tercero, “Provechoso” número 24, un castaño armónico, largo y cuajado, el toro que rompió la tarde. Repetidor, con transmisión y raza. Juan se lo llevó a los medios como los toreros valientes: de rodillas y con la muleta adelantada, sin ventajas. Cada embestida fue un diálogo, una toma y daca técnico y emocional en el que el colombiano impuso su temple, ligando derechazos con dosantinas (circular invertido), cambiándose la muleta por la espalda con una suavidad que ocultaba la verdad de la faena: el dominio era absoluto, pero no arrogante; era humilde, de torero sabio y curtido.
La estocada fue un cañonazo y las dos orejas llegaron de forma rotunda. La vuelta al ruedo del toro fue el reconocimiento al oponente, pero también un espejo del mérito del hombre que se puso delante.
ENTREGA SIN CONTEMPLACIONES
El sexto fue un toro para valientes. De los que piden cabeza fría y muñeca firme. Juan se colocó donde duele y dibujó muletazos largos, con el poder del que manda sin apretar, sin violencia, solo con torería. La faena fue maciza, sin gestos vacíos, sin adornos innecesarios. El final, a lo grande: manoletinas de rodillas y una estocada de verdad, con la taleguilla rota y el alma entera. Pero el presidente, que no se jugó el tipo ni el honor, rebajó la emoción a una sola oreja. Injusticia en el palco, justicia en el ruedo.
LA PINTURA QUE LO DICE TODO
La imagen de Juan de Castilla saliendo por la Puerta Grande junto al mayoral Domingo González lo resume todo. La torería del colombiano y la casta del hierro de Ibán se dieron la mano en una tarde para la historia. Porque la grandeza, cuando es verdadera, no necesita adornos ni condescendencia: solo necesita que alguien se juegue el tipo por ella.
EL CONTEXTO: EL CONTRASTE DE LAS VERÓNICAS Y LOS SILENCIOS
Damián Castaño tuvo su tarde, aunque el acero le negó el triunfo. Su faena al quinto, otro “Provechoso” premiado con vuelta al ruedo, fue torera y sentida. Hubo clase, hubo temple, pero le faltó ese punto de serenidad que convierte una buena faena en una obra redonda. El salmantino dio la vuelta al ruedo con dignidad, sabiendo que la puerta grande se le había ido por los aceros.
Antonio Ferrera, por su parte, firmó una tarde gris. Le tocaron los dos toros más ingratos del encierro, y nunca consiguió conectar ni consigo ni con los tendidos. Silencio y pitos tras aviso en una jornada para el olvido.
UNA CARRERA QUE SE FRAGUA SIN FOCOS
La de Juan de Castilla es la historia de un torero sin padrinos, sin excesos mediáticos, sin la maquinaria de los grandes despachos. Un torero que se ha hecho en el silencio de los tentaderos y las plazas de segunda, que ha toreado cada tarde como si fuera la última y que ha aprendido a tragar saliva sin bajar la guardia. Cada paso ha sido ganado, cada tarde sudada.
El triunfo de El Tiemblo no es un punto de llegada, sino una confirmación del camino. Lo que se ha ganado Juan de Castilla no es solo una Puerta Grande. Es el respeto. Y ese, en el toreo, vale más que cualquier trofeo.