20.09.2025 05:39 p.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
La corrida de Riaza, marcada por la falta de raza de los astados de Conde de la Corte y Raso de Portillo, se convirtió en un ejercicio de voluntad. En medio del gris panorama, destacó la firmeza y entrega de Juan de Castilla, que volvió a evidenciar su concepto y disposición pese a un lote sin opciones.
Arbeláez - Colombia. La localidad segoviana de Riaza acogía este sábado un desafío con sello de historia: el contraste de dos encastes de peso, Conde de la Corte y Raso de Portillo, que despertaba expectación en los tendidos llenos hasta la bandera. El cartel, atractivo por la singularidad de los hierros y la disposición de la terna, prometía un espectáculo de matices y bravura. Sin embargo, la tarde pronto se tiñó de decepción: los toros apenas entregaron, y el festejo quedó en manos de la voluntad y la entrega de los toreros, que buscaron lucimiento en un terreno baldío.
Desde los primeros compases se adivinó el signo de la corrida. Los astados mostraron escasa raza y falta de empuje en el caballo, con embestidas medidas y sin transmisión. La muleta de los espadas se topó con miradas apagadas, sin entrega, que limitaron cualquier atisbo de faena redonda. En este contexto áspero, se puso en valor la capacidad de sacrificio de los tres toreros, que mantuvieron la tensión del ruedo a pesar de la falta de materia prima.
Damián Castaño se mostró serio y con disposición, pero no encontró resquicio para hilvanar faena. Su lote, de comportamiento defensivo, apagó pronto la emoción, dejando sus intentos en silencio. Gómez del Pilar, con su habitual oficio, logró al menos arañar unos muletazos de mérito al cuarto de la tarde, el toro más manejable del envío. Fue suficiente para que el público reconociera su esfuerzo con la única ovación del festejo.
Pero la atención se centró en Juan de Castilla, que volvió a dar una lección de entrega y voluntad en medio de la nada. El torero colombiano, consciente de la falta de colaboración de su lote, se echó la tarde a los hombros con un planteamiento honesto y valiente. Su concepto, de temple y largura, apenas pudo mostrarse en algunos pasajes aislados, pero su disposición fue constante: no dudó en ponerse en el sitio, esperar al toro y aguantar cada embestida incierta con la serenidad de quien entiende que la lidia también es resistencia. Dos silencios rubricaron su paso por Riaza, pero el poso que dejó fue otro: el de un torero que no se rinde, que busca sobreponerse incluso cuando la corrida se diluye entre la falta de casta y la frialdad de los astados.
Así, en un festejo que quedará para el recuerdo por lo que pudo ser y no fue, brilló el nombre de Juan de Castilla, que, con enorme voluntad, honestidad y profesionalidad, supo dignificar la tarde. La lección fue clara: la grandeza del toreo no siempre reside en las orejas, sino en la capacidad de entrega frente a la adversidad, y en ese terreno Castilla volvió a demostrar que su sitio en el escalafón se gana día a día, incluso en las plazas donde el toro no quiso acudir a la cita.