04.08.2025 11:39 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
Morante de la Puebla volvió a demostrar que la tauromaquia no es solo un espectáculo, sino un arte que toca la fibra más íntima de quienes lo contemplan. Con una faena de hondura y pureza al primero de la tarde en El Puerto de Santa María, cortó dos orejas y escribió una de las páginas más intensas de su brillante temporada. Aunque el acero le privó de mayor premio en el cuarto, su capote y su muleta dejaron la impronta de un toreo eterno, acompañado por el poderío de Talavante y la torería clásica de Juan Ortega.
Arbeláez - Colombia. El Puerto de Santa María fue testigo de una de esas tardes que se escriben con tinta de oro en la historia de la tauromaquia. Con un cartel de lujo y una expectación desbordante, la corrida reunió el arte profundo de Morante de la Puebla, el poderío templado de Alejandro Talavante y la torería clásica de Juan Ortega. Fue una cita marcada por la entrega, la inspiración y la grandeza, donde cada muletazo tuvo el aroma de lo eterno y donde el público, enardecido, supo reconocer que la tauromaquia sigue viva en su expresión más pura y auténtica.
EL PUERTO, ESCENARIO DE POESÍA TAURINA
La plaza de toros de El Puerto de Santa María vivió una tarde de las que quedan grabadas en la memoria colectiva de la afición. No había un solo asiento libre: la expectación era desbordante, acorde al momento dorado que atraviesa la tauromaquia y, sobre todo, a la brillante temporada que protagoniza Morante de la Puebla, epicentro de una corrida que será recordada como un canto a la verdad y a la profundidad del toreo.
Desde el inicio, el ambiente estaba cargado de un magnetismo especial. Los tendidos aguardaban con el corazón encogido, sabedores de que lo que estaba por suceder podía convertirse en historia. Y no se equivocaron.
MORANTE: EL DUENDE HECHO CARNE
No tardó Morante en desplegar el embrujo de su capote ante el primero de la tarde, un toro que exigía conocimiento y pulso. El viento, que molestaba con persistencia, no fue obstáculo para que el sevillano dictara una lección de temple y cadencia. Con verónicas de enorme gusto y torería, la plaza estalló en aplausos, como si cada lance hubiera sido dictado por las musas.
Brindó la faena a Julián López El Juli, en un gesto de torero grande hacia otro grande. La muleta de Morante se convirtió entonces en un lienzo donde dibujó una obra de sutileza y mando. Toreo por bajo, muletazos largos y templados, naturales que parecían detener el tiempo. La embestida del toro, algo descompuesta, se templaba en las manos de Morante, que supo envolverlo con la muñeca suelta y el compás abierto. La faena fue un compendio de hondura, arte y verdad. Remató con ayudados por alto y una estocada certera que le valió las dos orejas, arrancadas con justicia y emoción.
En el cuarto, el de La Puebla volvió a elevar la tauromaquia a categoría de arte añejo. Junto a las tablas, inició una faena de gran expresión, rica en matices y cargada de cadencia. Los naturales fueron una auténtica apología del toreo eterno, vertical, puro y lleno de verdad. El público, cautivado, se rindió a la maestría del sevillano, que, sin embargo, falló con el acero, quedando su premio reducido a una ovación que sonó a reconocimiento por la obra imperecedera que había cuajado.
TALAVANTE: EL PODER DE LA MUÑECA IZQUIERDA
Alejandro Talavante no se quedó atrás. Al segundo de la tarde lo saludó con capote variado y elegante. Ya con la muleta, inició de manera pinturera, por estatuarios y cambiados por la espalda, arrancando “olés” sonoros desde los tendidos. Con mano baja y poderío, envolvió al toro en series ligadas, mostrando temple y dominio. Sin embargo, la espada, ingrata, le arrebató los premios de una faena que merecía mayor reconocimiento.
Su consagración llegó con el quinto, toro bravo y de gran transmisión, premiado con la vuelta al ruedo. Desde el brindis al público, Talavante se mostró decidido a firmar la faena grande. De rodillas, inició con un derroche de valor y ligazón, encajándose después sobre el derecho para cuajar muletazos largos, profundos y ligados. Al natural, con cadencia y armonía, terminó por meterse al toro y a la plaza en el bolsillo. Cerró por bernadinas ajustadísimas y recetó una estocada de antología. Dos orejas al esportón y ovación para el toro en el arrastre.
ORTEGA: LA TORERÍA CLÁSICA QUE NUNCA PASA DE MODA
Juan Ortega, fiel a su sello clásico y a su concepción de la tauromaquia, saludó al tercero con un capote lleno de sabor. Su faena fue de más a menos, marcada por la nobleza inicial del toro, que poco a poco se vino abajo. Toreo de gran despaciosidad, con temple y naturalidad, donde cada muletazo tenía el sello de la pureza. Aunque no alcanzó el clímax esperado, la afición supo reconocer su esfuerzo y torería con ovaciones sinceras. En el sexto, volvió a mostrar paciencia y clasicismo, adaptándose a un toro que exigía mando y cercanía, dejando una estocada de mérito.
UNA TARDE PARA LOS ANALES
El Freixo puso toros con nobleza, bravura y transmisión, siendo el quinto merecidamente premiado con la vuelta al ruedo. El Puerto de Santa María se vistió de poesía taurina, con una tarde que unió inspiración, temple y hondura.
Morante de la Puebla, vestido de grosella y oro, rubricó la obra más profunda de la jornada, elevando el toreo a la categoría de arte eterno. Talavante, de caña y oro, fue la fuerza y el poderío hechos muleta. Ortega, de hueso y oro, dejó la impronta de la torería clásica.
Una corrida que será recordada por siempre como la tarde en que Morante volvió a detener el tiempo con la verdad de su muleta.