Latacunga: Castella, El Templo Bajo la Lluvia

Latacunga: Castella, El Templo Bajo la Lluvia

26.10.2025  06:53 a.m.

Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora

En una tarde que se partió en dos entre la gloria y el aguacero, Sebastián Castella impuso su torería en Latacunga con una faena de temple y verdad. Dos orejas al valor sereno del maestro francés, que firmó con sangre y arte la última página de una feria marcada por la bravura, la emoción y la lluvia.

Arbeláez - Colombia. Latacunga amaneció con un aire distinto. Había en el ambiente esa mezcla de expectación y solemnidad que sólo se respira cuando un cartel grande pisa el albero. El eco de los clarines rompió la tarde, y con él se abrió la puerta de los sueños: Sebastián Castella, el maestro de Béziers, volvía a dejar su huella en tierra ecuatoriana. El francés, curtido en mil batallas, demostró una vez más que su tauromaquia no entiende de fronteras ni de idiomas; sólo de verdad.

El primer toro de Ortuño, de noble embestida, permitió a Castella templar desde los compases iniciales. Toreó a compás lento, con la muleta baja, acunando la embestida como si el tiempo se detuviera entre cada muletazo. Fue una faena de pulso, de esas en las que el toreo se hace con la yema de los dedos. Tras un pinchazo, la espada cayó en su sitio, y el juez no dudó: una oreja que olía a pureza, a mando, a conocimiento del oficio.

Pero el alma del maestro se desató con su segundo. El toro, un bien presentado ejemplar de Ortuño, tuvo la bravura que el toreo grande reclama. Castella lo entendió desde el primer capotazo: lo llevó largo y con cadencia en los vuelos del capote, gustándose en verónicas de regusto añejo. Luego, con la muleta, hiló una sinfonía de naturales largos, hondos, rematados detrás de la cadera, con la figura erguida, sin alardes. Torear despacio cuando el toro aprieta es el privilegio de los elegidos, y Castella lo hizo con esa quietud que sólo da el dominio. La estocada, recia y de ejecución limpia, fue el cierre perfecto a una obra grande. Dos orejas que le abrieron de par en par las puertas del triunfo, mientras el público, de pie, lo despidió con un clamor que retumbó más allá del ruedo.

El cartel se completaba con Borja Jiménez, torero de ambición y raza, que tuvo que lidiar con un lote ingrato y un vendaval caprichoso. Frente a su primero, un toro de escaso recorrido, estuvo por encima, imponiendo técnica donde faltaba materia prima. En su segundo, bajo una lluvia que comenzaba a azotar el redondel, mostró entrega, valor y voluntad. No fue tarde fácil para él, pero su constancia le valió una oreja que supo a esfuerzo.

José Andrés Marcillo, el torero de casa, fue el otro gran nombre de la jornada. Su primero, de Huagrahuasi, le permitió torear al natural con una suavidad que conquistó al tendido. Fue faena de temple y hondura, con ese sabor que sólo los toreros locales saben dar a su plaza. Pero su consagración llegó con el séptimo, justo cuando el cielo decidió romperse. Bajo un aguacero torrencial, Marcillo no se amilanó: hilvanó muletazos con ambas manos, ligados, limpios, en una entrega total que desbordó pasión y orgullo. Mató con una estocada certera y el público, empapado pero rendido, le otorgó las dos orejas. Fue un final épico, digno de una película de valor y fe.

El joven Sebastián Zurita “Morenito de la Sierra”, que tomaba la alternativa, apenas pudo mostrar su tauromaquia. El cielo no tuvo piedad y la lluvia, ya desbordada, obligó a suspender el festejo tras la muerte del séptimo toro. Aun así, dejó destellos de torero en ciernes, con detalles que el tiempo y la experiencia sabrán pulir. Su fallo con el descabello le privó de premio, pero no de la ovación sincera de quienes vieron en él una promesa.

La plaza de toros de Latacunga, casi llena, fue testigo de una tarde que se debatió entre la grandeza y la tormenta. Los toros de Ortuño ofrecieron nobleza y bravura, destacando el quinto por su profundidad. Los de Huagrahuasi, cuarto y séptimo, rayaron a gran altura, de embestida humillada y clase por los cuatro costados.

El festejo terminó abruptamente, con el ruedo convertido en un lago y el público buscando refugio. Pero más allá del aguacero, quedó la sensación de haber asistido a una página de oro. Sebastián Castella, con su elegancia templada, volvió a demostrar que el arte de torear no se mide por el ruido, sino por la emoción. Toreó despacio, sintiendo cada pase, y dejó claro que su nombre sigue escrito con letras firmes en el firmamento taurino.

Latacunga se despidió bajo la lluvia, pero con el corazón encendido. Porque hay tardes que, aunque se mojen, no se borran jamás.

  

 

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