12.10.2025 07:14 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
César Rincón volvió a Las Ventas para firmar una de esas faenas que se graban en la memoria del toreo. Con el sobrero de Garcigrande, el maestro colombiano desplegó su tauromaquia eterna: temple, hondura y verdad. Dos orejas, lágrimas en los tendidos y una despedida que fue, a la vez, regreso y homenaje a la esencia misma del arte de torear.
Manizales - Colombia. Hoy, Las Ventas ha vuelto a vivir la emoción pura del toreo grande. Lo que ha hecho el maestro César Rincón hace unos minutos en la Monumental madrileña no ha sido una simple faena: ha sido una lección magistral de verdad, de clasicismo y de hondura, de ese toreo que nace de la cintura y muere en el alma.
El cuarto de Garcigrande, el toro del destino, salió incierto, distraído, con la vista perdida. No convenció en el capote y fue devuelto. Pero el destino tenía guardado un segundo acto, un sobrero también de Garcigrande que sería la materia prima de una obra irrepetible. Rincón lo recibió a la verónica con ese compás que solo él maneja, con las manos bajas y el cuerpo encajado en la tierra venteña. Desde ese instante, el público entendió que lo que venía no era rutina, sino historia viva.
El colombiano, referente eterno del temple y la verdad, estructuró una faena que fue una justicia poética: el regreso de quien, hace décadas, conquistó esta misma plaza y cambió para siempre la historia del toreo americano. Cada muletazo fue un verso, cada serie una lección. El toro, pronto y con tranco, permitió a Rincón recrearse en su concepto de la distancia: ese medir los terrenos, ese dejar venir al toro con la muleta adelantada, ese cargar la suerte con los muslos apretados y la planta firme. Toreó reunido, hondo, con el alma en la yema de los dedos.
La faena recordó a Antoñete, su espejo y maestro espiritual, aquel que convirtió la lentitud y el temple en dogma. Hoy, en Las Ventas, Rincón rescató esa escuela, pero con el toro de hoy, más grande, más exigente, más técnico. Y, sin embargo, el resultado fue el mismo: el toreo eterno, ese que no pasa de moda, porque nace del sentimiento.
Tras cada serie, el público se levantaba. No había tiempo para respirar entre tanda y tanda, solo para llorar. Lágrimas sinceras, de emoción y gratitud. Las Ventas entera en pie, aclamando al maestro que un día les dio gloria y que hoy se despide toreando como si el tiempo no hubiera pasado.
Cuando tomó la espada, la emoción ya era incontenible. El acero entró al segundo intento, certero, limpio, en lo alto. Cayó el toro y Madrid rugió. Dos orejas rotundas, incontestables, unánimes. Rincón dio la vuelta al ruedo bañado en ovaciones y pañuelos blancos, saludando a un público que le reconocía, más allá del triunfo, su grandeza moral, su pureza, su forma de entender la tauromaquia como un acto de verdad y belleza.
Esta tarde, con César Rincón, volvió el toreo con mayúsculas. Volvió el arte del compás, del mando, del sentimiento. Volvió el hombre que, en los noventa, abrió la puerta grande de Las Ventas en cuatro tardes consecutivas y llevó el nombre de Colombia a lo más alto del orbe taurino.
Y hoy, en su adiós, lo hizo como empezó: toreando despacio, con el alma por delante y el corazón rendido ante el toro bravo.
EPÍLOGO DE LO QUE VA ESTA TARDE HISTÓRICA
Antes de la apoteosis de Rincón, la mañana había tenido pinceladas de toreo del bueno. Pablo Hermoso de Mendoza abrió plaza con un toro de El Capea, noble, aunque justo de tranco, dejando una faena de temple y elegancia que fue saludada con ovación. Curro Vázquez, con el segundo de Garcigrande, levantó al público desde el inicio con una media verónica antológica, impregnando el ruedo de esa torería añeja que rejuveneció a Las Ventas. Toreo a la antigua, del que huele a historia, premiado con dos orejas justas y clamorosas. Frascuelo, fiel a su estilo, se enfrentó a un toro más costoso, con querencia a tablas, pero le sacó muletazos de gran mérito por el derecho, rubricando una faena de sabor clásico y profundidad que le valió una vuelta al ruedo cargada de respeto.
Pero lo que quedará grabado en la historia es lo de Rincón. Porque lo suyo no fue una simple faena, fue una despedida con categoría de leyenda. Las Ventas lloró, ovacionó y reconoció al torero que dignificó el arte de torear con verdad, con pureza y con el alma. Esta tarde, Madrid volvió a arrodillarse ante su César del toreo.