13.10.2025 03:49 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
El 12 de octubre de 2025 quedará grabado con fuego en la memoria taurina. En Las Ventas, Morante de la Puebla se despidió del toreo con una faena inmortal, plena de arte y dolor. Robleño, en su adiós, honró una carrera de dignidad. Y Sergio Rodríguez, en su bautizo, fue testigo de una tarde que conjugó toda la historia del toreo: la emoción, la entrega, la verdad y la tragedia dulce del final de una era.
Manizales - Colombia. El 12 de octubre de 2025 no fue un día más en el calendario taurino. Fue el día en que el alma del toreo se detuvo para mirar atrás y reconocerse en su propio espejo. En el templo de Las Ventas, abarrotado con un “No hay billetes” que olía a historia, la Corrida de la Hispanidad se transformó en una misa solemne por la tauromaquia, con Morante de la Puebla como oficiante mayor, Robleño como testigo de la dignidad, y Sergio Rodríguez como promesa arropada por la memoria.
La tarde comenzó con solemnidad. El paseíllo, acompañado por los acordes del Himno Nacional, se sintió distinto, casi fúnebre. El aire tenía ese peso denso de las tardes históricas, cuando el público intuye que algo irrepetible está por suceder. Las palmas resonaron con el mismo temblor con el que se recibe una última palabra o un adiós anunciado.
Los toros de Garcigrande, con toda su variedad de hechuras y temperamentos, pusieron el contrapunto a una tarde donde la técnica fue apenas un vehículo de la emoción. Fue una ganadería que regaló clase en momentos y exigencia en otros, pero, sobre todo, que sirvió de espejo para los sentimientos de tres hombres en tres etapas del toreo: el que se va como leyenda, el que se despide con honor y el que llega buscando su nombre.
SERGIO RODRÍGUEZ: LA CONFIRMACIÓN DEL FUTURO
Abrió plaza Sergio Rodríguez con Saleroso, un toro serio, veleto, con expresión de respeto. Lo recibió de rodillas por chicuelinas, con el viento molestando y la ilusión empujando más que la técnica. Hubo temple, hubo pulso, y sobre todo, hubo concepto. La faena fue intermitente, sí, pero con ese perfume de torero que busca entender, no dominar. Cuando toreó al natural, en los terrenos paralelos a tablas, el joven abulense dejó entrever que su confirmación no era casualidad. Cerró con una estocada desprendida y tendida, saludando tras aviso, consciente de haber vivido un bautizo que será recordado más por el contexto que por el resultado.
MORANTE DE LA PUEBLA: LA ETERNIDAD HECHA CARNE
El segundo toro, Postinero, fue una mole de 615 kilos que exigía más corazón que fuerza. Morante lo recibió con verónicas de seda, templadas, cortas, y dos medias que dibujaron el primer ole profundo de la tarde. Ya entonces el aire olía a historia. El sevillano, vestido de un tabaco y oro de sabor clásico, brindó a Isabel Díaz Ayuso, en un gesto simbólico que unió arte y política bajo el capote del duende. Pero el toro no quiso acompañar el destino. Pesado, sin celo, y con un peligro sordo. Morante se impuso a la mansedumbre con una muleta de oro viejo, aunque el acero no quiso colaborar. Silencio. La plaza, sin embargo, ya estaba predispuesta para lo que vendría.
Y vino Tripulante. El cuarto. El toro que cambió la historia. Desde el primer muletazo se sintió que el alma del toreo se estaba derramando en el ruedo. Morante cayó, literalmente, bajo el peso del destino: un tropiezo brutal lo dejó en el suelo, inmóvil, mientras la plaza contenía el aliento. Pero se levantó. Volvió a la arena como si regresara de la muerte, y con el cuerpo roto pero el espíritu encendido, comenzó una faena que desbordó los límites del arte.
Toreó despacio, muy despacio, con ese pulso que detiene el tiempo. Cada derechazo fue una confesión, cada pase, un rezo. En cada cite, la entrega absoluta, la renuncia al miedo, la plenitud del que ya no busca nada. Cuando brindó a Santiago Abascal, lo hizo como quien ofrece su vida a un testigo del fin. Toreó al natural, al ralentí, con una quietud imposible. Madrid en pie, llorando, gritando, entendiendo que aquel hombre ya no volvería a vestirse de luces. Estocada, el toro cae sin puntilla, y la historia se escribe en la arena. Dos orejas. Puerta Grande. Y la sensación de que la felicidad también puede doler.
Allí, frente a la puerta de los triunfos eternos, Morante se quitó la coleta. En silencio. Sin discurso. Solo con la mirada perdida entre los acordes del pasodoble. El genio sevillano cerraba el círculo del toreo con un gesto tan simple como devastador. La felicidad más triste. La plenitud más vacía.
FERNANDO ROBLEÑO: LA HONRADEZ HECHA FAENA
La tarde seguía, aunque el alma ya se había marchado con Morante. Le tocaba el turno al madrileño Fernando Robleño, torero de barrio, de ética, de constancia. Su tercer toro, Chaparrillo II, no le permitió el lucimiento: deslucido, sin celo, complicado. Pero Robleño supo estar, como siempre lo hizo: con temple, dignidad y respeto. Sin ruido, sin estridencias.
Pero el destino le tenía reservado Tropical, el quinto de la tarde. Y con él, la despedida que todo torero merece. El toro embistió con clase, con emoción, con esa cadencia que pone a prueba la verdad del muletazo. Robleño toreó como nunca: relajado, medido, con los hombros caídos y el alma al descubierto. Fue la faena de su vida. Toreó al natural con un trazo circular que emocionó a toda la plaza. Madrid se rindió a su torero. Pero el acero, otra vez, negó la Puerta Grande. Una oreja que supo a gloria.
Y allí, en los medios de Las Ventas, sus hijos le cortaron la coleta. El público en pie. El torero llorando. Un hombre despidiéndose de su vida con la serenidad del deber cumplido.
SERGIO RODRÍGUEZ: LA RESACA DEL FUTURO
El sexto, Milanés, cayó en manos del joven Sergio Rodríguez, con la plaza sumida en una especie de trance. El toro, grande y con hueso, no dio opciones. Faltó empuje, sobró emoción. El joven torero luchó contra el silencio, contra la historia y contra la resaca emocional de una tarde que ya pertenecía a los libros. Estocada baja al segundo intento. Silencio. Pero en su rostro quedaba la huella de haber sido testigo del fin de una era.
EPÍLOGO: CUANDO EL TOREO SE HACE VIDA
El 12 de octubre de 2025 en Las Ventas no fue una corrida más. Fue una elegía. Fue el toreo en su más pura expresión: arte, tragedia, belleza, muerte y renacimiento. Morante de la Puebla toreó por última vez, y con su adiós, cerró el ciclo de los elegidos. Robleño se marchó con la honradez de los que nunca traicionaron su verdad. Y Sergio Rodríguez comenzó el camino que habrá de mantener viva la llama.
Cuando pasen los años, y alguien pregunte qué fue el toreo, bastará con decir: “Fue lo que sucedió en Las Ventas aquel 12 de octubre”.