04.10.2025 05:21 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
Emilio de Justo, herido de gravedad por el primero de su lote, regresó heroicamente para cuajar una faena memorable al sexto toro, “Diamante”, de Victoriano del Río. Su entrega, su temple y su torería desbordaron Las Ventas, rubricando con dos orejas una tarde de épica, valor y arte puro. Madrid fue testigo del renacer de un torero que toreó no solo con las manos, sino con el alma.
Arbeláez - Colombia. La tarde otoñal del 2025 en Las Ventas tenía ese aire que presagia epopeyas. El sol, de justicia, caía dorando la arena madrileña cuando el reloj marcaba la hora de los valientes. Era la segunda de feria, con el hierro de Victoriano del Río y un lote de presentación impecable. Pero más allá de la morfología de los toros, el destino tejía su propio guion: el de un torero extremeño que volvería a enfrentarse no solo a la bravura del toro, sino a la del propio dolor.
El primero de la tarde, “Pudoroso”, negro, de 570 kilos, enseñaba las palas y mostraba seriedad desde los chiqueros. Emilio de Justo, vestido de marfil y oro, lo saludó con chicuelinas ajustadas, templadas, dibujadas con el compás medido de quien domina el riesgo. El toro humilló, pero sin entrega plena. En el galleo por chicuelinas, el extremeño lo colocó con torería frente al caballo. Se empleó el toro, empujando abajo, con el corazón por delante. Pero el destino, siempre caprichoso, guardaba una estocada invisible. En el primer muletazo por la diestra, el pitón se coló traidor, a la altura de la axila, buscando el pecho del torero. Un estremecimiento recorrió los tendidos. Madrid se heló. Emilio cayó en la arena, inmóvil por segundos eternos, mientras los subalternos lo arrancaban de la muerte y lo llevaban a la enfermería. En su rostro, la serenidad del que sabe que el precio del arte verdadero se paga con sangre.
El murmullo quedó flotando en los tendidos, convertido en respeto. Borja Jiménez, con el alma encogida, tuvo que estoquearlo. El ruedo quedó teñido de una emoción densa, casi sagrada. El público, en silencio, sabía que acababa de presenciar el sacrificio del valor.
La corrida siguió su curso, con Borja Jiménez y Tomás Rufo entregando oficio, recursos y muleta. El sevillano dejó un tercer toro, “Bocinero”, de mucho poder y largura en los derechazos, que emocionó a Madrid. Faena de temple y mando, con trazo largo y mano baja, rubricada con estocada desprendida y ovación cerrada. El quinto, “Soleares”, manejable pero falto de transmisión, lo toreó con firmeza y exposición, demostrando madurez pese al escaso eco en los tendidos.
Rufo, por su parte, se las vio con un lote desigual. “Carterista”, el segundo, le permitió tandas de buena ligazón, aunque sin rotundidad; “Bochornoso”, el cuarto, tuvo movilidad, pero faltó ajuste y acople. Madrid se dividió en sus juicios, como suele hacerlo cuando intuye más voluntad que redondez.
Pero el alma del festejo aguardaba un desenlace escrito con letras de oro y sangre. El sexto, “Diamante”, negro, de 566 kilos, fue un toro de trapío serio, veleto, largo y recto de lomo. Lo esperaba un Emilio de Justo que, contra todo pronóstico, regresaba desde la enfermería. La herida aún sangrante, el dolor aún vivo, y el corazón dispuesto a la guerra. La plaza, al verle salir de nuevo al ruedo, se puso en pie como un solo cuerpo. Madrid rugió. El público sabía que aquello ya no era solo toreo: era historia.
De rodillas, en el tercio, lo recibió con una larga cambiada que partió el silencio. Las verónicas que siguieron fueron un canto al clasicismo: compás abierto, cintura rota, y la arena levantándose bajo el mando de la capa. El toro, con embestida alegre, metía la cara y se dejaba torear. Las chicuelinas posteriores, galleadas con naturalidad, fueron el preludio de la obra grande.
El tercio de varas fue medido; el toro se dejó pegar con nobleza y prontitud. Pero todo lo que vino después fue una sinfonía de valor, decisión y torería.
Emilio comenzó la faena en los medios, muleta en la derecha, sin ayuda. Derechazos de trazo largo, hondos, cargando la suerte, con el cuerpo vertical y el alma inclinada al arte. El toro, bravo y con movilidad, respondía al mando con entrega. La plaza entera se puso en pie tras la primera serie. Madrid volvió a rendirse al extremeño, y este, consciente del momento, toreó como si en cada pase le fuera la vida.
La faena tomó altura en el natural. Emilio bajó la mano, alargó el trazo y encajó la figura con pureza mística. El silencio se volvió música, roto solo por el rugido del público tras cada pase. Toreo caro, templado, profundo, de los que desnudan el alma y engrandecen el mito. El toro, noble y con motor, se entregó en cada embroque. Emilio vació la embestida, se vació a sí mismo, y en el último pase se detuvo el tiempo.
La estocada, algo trasera, fue certera y fulminante. “Diamante” rodó sin puntilla. Madrid rugió como pocas veces. Dos orejas, Puerta Grande y leyenda. “Un torero herido, pero no vencido, había desafiado la lógica del dolor para escribir una página inmortal.”