09.06.2025 05:45 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
Marco Pérez tomó la alternativa en Nimes con un despliegue de madurez, técnica y sentimiento que conmocionó a la afición. Ovacionado en su primer toro y triunfador con dos orejas del sexto, dejó claro que su prodigio no es efímero, sino la consecuencia de una constancia férrea y un sentido de pertenencia inquebrantable a la profesión taurina.
Arbeláez - Colombia. El 6 de junio de 2025 quedará inscrito con letras de oro en los anales de la tauromaquia contemporánea. En el histórico coso de Nimes, con el marco incomparable de la segunda de Pentecostés y bajo el rigor de una corrida de Garcigrande, la Fiesta fue testigo del nacimiento de una nueva figura. En una tarde donde se entrelazaron la liturgia del rito, el peso del compromiso y la pureza de una vocación precoz y abismal, Marco Pérez selló su alternativa con el acero de la entrega y el temple de quien ha nacido para mandar. Arropado por dos gigantes del toreo como padrino y testigo: Morante de la Puebla y Alejandro Talavante, el joven espada no solo enfrentó la responsabilidad con determinación estoica, sino que trascendió el festejo por su capacidad para emocionar, conmover y asumir la profesión como un apostolado.
Feria de Pentecostés. Plaza llena. Un marco inmejorable, histórico, para que se produjera el acto litúrgico que consagra a los toreros: la alternativa. Y no se trataba de un torero cualquiera. Era Marco Pérez, el joven salmantino que ha sido señalado desde niño por una afición asombrada por su precocidad, por su temple innato, por esa capacidad de entender la tauromaquia desde sus cimientos más profundos. Lo que ocurrió en el coliseo romano de Nimes no fue una simple ceremonia de paso; fue una manifestación del toreo en su más pura esencia: constancia, entrega y una fe inquebrantable en el arte de vivir y morir en la plaza.
La tarde comenzó con la emoción del rito. El cartel no podía ser más simbólico: Morante de la Puebla como padrino, Alejandro Talavante como testigo, y toros de Garcigrande, hierro de garantía para las grandes ocasiones. Se lidiaba “Alumno”, toro colorado de 513 kilos y hechuras armónicas, al que Marco recibió con algunas verónicas de ajuste final tras una salida distraída del animal. Desde el principio, el novillero evidenció temple y compostura. El toro, noble, pero sin motor, obligó al salmantino a exprimir cada embestida. Brindó a su apoderado Juan Bautista con la solemnidad de quien sabe lo que representa ese gesto. El toro no humillaba, no empujaba, y por el izquierdo se rajó. Pero Marco no se amilanó. Se metió en los terrenos del toro, apostó, se impuso. Manoletinas en el cierre, una estocada que hizo guardia, y otra trasera. Ovación tras aviso. La faena, aunque sin trofeo, mostró lo que muchos tardan años en aprender: actitud, recursos, sentido del toreo. El toro no quiso, pero Marco sí. Y eso lo vio el tendido.
La tarde continuó con momentos de brillantez. Morante, inspirado, dejó detalles de una tauromaquia barroca y excelsa, en especial al cuarto, en el que citó con la rodilla en tierra y evocó el toreo de Fernando “El Gallo”. La faena, sin premio por el fallo con el descabello, fue un ejemplo de torería desbordada. Talavante, por su parte, fiel a su concepto, firmó dos obras que, por encima de la condición de sus toros, le valieron sendas orejas. Faenas macizas, medidas, construidas desde la inteligencia y la inspiración.
Pero el clímax de la tarde aguardaba al sexto. El destino le tenía reservado a Marco Pérez un toro con movilidad y transmisión: negro bragado, serio, y con entrega. Lo saludó con dos largas afaroladas de rodillas y una media que cortó el aliento. En el caballo empujó con clase, y Marco pidió que no se castigara. Sabía lo que tenía delante. En el quite, compuso un auténtico mosaico de la lidia moderna: chicuelinas, tafalleras, gaoneras. El comienzo de faena fue de cartel: dos pases cambiados por la espalda y un cambio de mano limpio, de cartel. Se impuso por el derecho con dos tandas de ligazón y ajuste, rematadas con una arrucina que fue rugido en la plaza. Al natural, se vació, pese a que el toro acortó viaje. Pero él lo alargó con el toque sutil y la cintura flexible. El final por luquecinas y naturales invertidos encendió los tendidos. Espadazo entero. Dos orejas.
Más allá del triunfo numérico, lo que selló Marco Pérez en Nimes fue una declaración de principios: aquí hay un torero de raza, de valor y de cabeza. Su toreo no es improvisado. Es la consecuencia de años de disciplina, de entrenamiento en silencio, de tardes de aprendizaje, de soledad frente al espejo y al carretón. Su juventud no le resta madurez, porque lo suyo no es fugaz ni circunstancial. Marco ha llegado para quedarse.
En la historia de la tauromaquia hay prodigios que se apagan con el tiempo, que no soportan el peso de las expectativas. Pero también hay elegidos que, con apenas veinte años, entienden que ser torero no es solo vestirse de luces, sino pertenecer a una estirpe que vive con honor, pasión y respeto una profesión que exige el alma. Marco Pérez lo sabe. Y hoy, tras su alternativa, lo ha demostrado con creces.