
12.11.2025 07:19 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora – Foto: Ana Brigida
En un reportaje publicado por “The New York Times”, el periodista “Jason Horowitz” retrata desde La Puebla del Río el adiós de Morante de la Puebla, torero de leyenda que enfrentó con arte, valor y sinceridad tanto a los toros como a sus demonios internos. Su retiro no solo marca el fin de una era, sino el comienzo de una leyenda que trasciende el ruedo y se instala en la memoria viva de la tauromaquia.
Arbeláez – Colombia. La noticia sacudió el mundo taurino como un clarinazo inesperado. José Antonio Morante Camacho, conocido universalmente como Morante de la Puebla, el torero de más hondura artística de su generación, había decidido colgar el capote. La despedida no ocurrió en una rueda de prensa ni en un comunicado frío; se fraguó, como los grandes gestos de la historia, en la arena, bajo el sol de octubre, ante un toro bravo y un público que intuía que estaba presenciando algo irrepetible. Su última corrida en Las Ventas fue más que una faena triunfal: fue una ceremonia de clausura, un acto de entrega y despedida que quedará grabado en la memoria colectiva del toreo.
Desde el corazón mismo de Andalucía, Jason Horowitz, corresponsal de The New York Times, se trasladó a La Puebla del Río, ese pequeño universo donde el Guadalquivir se curva como un capote y donde el arte y la devoción se confunden con la vida cotidiana. Allí, entre el aroma de los naranjos, el silencio del río y las cabezas disecadas que cuelgan como reliquias en la finca del torero, el periodista encontró al hombre detrás del mito. Su reportaje, publicado en uno de los diarios más influyentes del mundo, no solo recoge la noticia del retiro: la convierte en un retrato humano, íntimo y universal sobre el precio de la grandeza y las grietas invisibles de la gloria.
Horowitz no se limita a describir un final de carrera; disecciona con mirada lúcida el alma de un artista que hizo del ruedo un escenario de belleza y sufrimiento. Su texto es una elegía moderna, escrita desde el respeto y la admiración, donde se mezclan el olor a albero, el peso de la historia y la fragilidad de un hombre que ha toreado no solo toros, sino también sus propios fantasmas. En su narración, Morante aparece no como una figura inalcanzable, sino como un ser humano que busca refugio en el arte para sobrevivir al vértigo de la existencia.
El periodista neoyorquino logra un equilibrio excepcional: mira al toreo con la distancia del extranjero, pero lo siente con la cercanía de quien comprende la liturgia del sacrificio y el esplendor del riesgo. En cada frase late el respeto por la tradición, por la estética del gesto y por la emoción que solo el ruedo puede provocar. Su trabajo rescata la dimensión espiritual de un arte en peligro de extinción y devuelve a Morante el lugar que le corresponde: el de un creador que hizo de cada pase un poema efímero y de cada tarde una oración.
EN EL TRABAJO PERIODÍSTICO DE JASON HOROWITZ A MORANTE DE LA PUEBLA
El reportaje de The New York Times, firmado por el corresponsal Jason Horowitz, es mucho más que una crónica sobre la retirada de un torero: es una obra literaria que mezcla el pulso periodístico con el temple narrativo del buen aficionado. Desde la serenidad melancólica de La Puebla del Río, el periodista logra algo que pocos extranjeros consiguen: comprender la hondura emocional, estética y casi mística que encierra la tauromaquia española, y hacerlo a través del hombre que la encarnó en su forma más pura y contradictoria: José Antonio Morante Camacho, “Morante de la Puebla”.
Horowitz abre su relato con una imagen de pura tragedia taurina: Morante yace boca arriba sobre la arena de Las Ventas, después de haber sido levantado por un toro de más de quinientos kilos. El público grita, los banderilleros corren, pero el maestro se reincorpora, camina con dolor contenido y, con el capote en las manos, vuelve a citar al toro. Ese gesto resume su vida entera: la de un artista que no se rinde ni ante la cornada ni ante la tristeza. Y ahí, precisamente, está el corazón del texto de Horowitz: en mostrar que la verdadera batalla de Morante no fue solo contra la fiera, sino contra sus propios abismos.
El periodista traza un retrato íntimo, humano y profundamente respetuoso del torero que, a los 46 años, decidió colgar el capote. Morante, vestido con un traje de lana de Gucci y un fedora que parece una ironía del destino, confiesa con voz apagada: “He decidido parar antes de caerme”. Horowitz no adorna ni dramatiza. Simplemente deja hablar al hombre detrás del mito, aquel que reconoce sentir “agotamiento artístico”, pero no pérdida de arte. Lo que se retira no es el talento, sino la resistencia. Lo que se apaga no es la vocación, sino la fuerza para seguir enfrentando el dolor.
El reportaje es una joya periodística porque rompe el silencio en torno a un tema tabú en el mundo taurino: la salud mental. Morante habla sin rodeos de su depresión, de los tratamientos con electrochoque, de la despersonalización que lo persigue y del medicamento que, según confiesa, le quita fuerzas y altera su peso. En una profesión en la que la valentía se mide por la serenidad ante la embestida, su testimonio es un acto de heroísmo silencioso. “Es más difícil ponerse delante de un toro”, admite, en una frase que Horowitz recoge con reverencia. No hay compasión en su pluma, solo respeto por un hombre que lucha por conservar su esencia cuando el cuerpo y la mente se desgarran.
Horowitz sitúa al lector dentro del universo morantista: su finca a orillas del Guadalquivir, convertida en santuario taurino; las cabezas disecadas que miran desde las paredes; los capotes teñidos de sangre; y la placa con la efigie de Franco que cuelga entre trofeos y recuerdos. Es el retrato de una España profunda y compleja, donde la tradición, la fe y el arte se entrelazan con las sombras del pasado. Morante no es solo un torero; es el símbolo viviente de una identidad cultural que resiste el paso del tiempo y las críticas del presente. Y Horowitz, sin emitir juicio alguno, lo muestra con el respeto de quien entiende que la tauromaquia es, ante todo, una forma de sentir.
En el relato se asoma también la dimensión política y social del personaje. La cercanía de Morante con Santiago Abascal, líder del partido Vox, se presenta sin artificios: un gesto de un artista que busca apoyo en una época donde las corridas están cada vez más cuestionadas. “Enséñales la España profunda”, le habría dicho Abascal, y en esa frase Horowitz condensa toda la carga simbólica de un país dividido entre tradición y modernidad. Pero más allá de la ideología, el periodista deja claro que lo que define a Morante no es la política, sino su arte. Ese arte que, con una muleta en la mano, convirtió la arena en un lienzo y la sangre en poesía.
Uno de los momentos más poderosos del reportaje llega con la descripción del 12 de octubre, la tarde de su retiro en Las Ventas. Morante triunfa cortando dos orejas, levanta la plaza y, entre lágrimas, se arranca la coleta, gesto solemne que en el toreo equivale a un adiós definitivo. El público enloquece, los pañuelos blancos se agitan, y una lluvia de flores cae sobre el ruedo. En medio del clamor, el maestro, fiel a su estilo, se despide con elegancia. Esa noche, cuenta Horowitz, se asoma al balcón de un hotel madrileño vestido con un camisón de seda rayado, lanzando besos a la multitud. Es la última estampa de un artista que entiende que hasta el retiro debe tener duende.
Pero el cronista no se detiene en la gloria. También nos deja ver la soledad posterior. Morante confiesa que no tiene otros intereses. “Nada de nada”, responde cuando se le pregunta por su futuro. Su mirada se pierde, cansada, como si el silencio pesara más que cualquier toro. Y sin embargo, su apoderado ya sueña con su regreso. “No le llamemos una retirada completa. Es un descanso”, dice Morante, dejando entrever que el arte, como la pasión, nunca muere del todo. El periodista recoge esa frase con la misma emoción con la que el público grita un último “olé”.
El trabajo de Jason Horowitz, publicado por The New York Times, trasciende el ámbito del periodismo deportivo. Es un retrato psicológico, cultural y estético de una figura que encarna la dualidad del artista: sublime y atormentado, admirado y vulnerable, eterno y fugaz. Su mirada extranjera ilumina con objetividad lo que muchos en España sienten con el corazón: que Morante de la Puebla no es solo un torero, sino una idea, un símbolo de lo que significa enfrentarse a la vida con temple, con verdad y con arte.
Porque, al final, Morante no se retira: simplemente cambia de escenario. Y gracias a Horowitz, su leyenda queda escrita no solo en la arena de las plazas, sino también en las páginas de The New York Times, donde la tauromaquia encuentra un espacio para ser comprendida como lo que siempre fue: una danza entre la muerte y la belleza, entre el dolor y la eternidad.








