
03.11.2025 07:43 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
Rafael de Paula, el gitano de Jerez, encarnó la esencia más pura del arte taurino: la lentitud, la hondura y el duende. Su paso por los ruedos fue una sinfonía de contrastes, genialidad y silencio, gloria y ausencia, que lo elevó al rango de mito. Hoy, con su muerte a los 85 años, se apaga una voz que nunca gritó, porque toreó con la cadencia de la eternidad.
Arbeláez - Colombia. Murió en Jerez, en su casa del barrio de Santiago, donde todo empezó. Allí donde el duende se confunde con el aire del vino y los compases del cante jondo, se detuvo el corazón de Rafael Soto Moreno, conocido para siempre como Rafael de Paula. Tenía 85 años y llevaba días sin salir de su domicilio. Su muerte, serena y callada, parece un reflejo fiel de su vida: una existencia marcada por la belleza, el misterio y la melancolía.
Nacido el 11 de febrero de 1940, hijo de aquel Jerez gitano que paría artistas y toreros como quien da hijos al arte, Rafael de Paula fue más que un matador de toros: fue un símbolo, un mito viviente de la torería entendida como religión. En él, la tauromaquia se hizo rito y estética; su muleta, una prolongación del alma; su paso por la arena, una liturgia de lentitud y temple.
Comenzó su andadura taurina en 1956, entrenando en la finca de Fermín Bohórquez. Un año después, el 9 de mayo de 1957, se enfundó su primer traje de luces en la plaza de Ronda, aquella misma que más tarde lo consagraría. El toreo lo llamó desde el principio con la voz de la fatalidad y la gloria: debutó con picadores en Jerez en 1958 y se presentó ese mismo año en Las Ventas, donde la suerte, esquiva, le dio la espalda. Pero Paula nunca fue de números ni de estadísticas. Su destino no era llenar plazas, sino almas.
En 1960, en plena juventud, tomó la alternativa en Ronda, con Julio Aparicio como padrino y Antonio Ordóñez de testigo, estoqueando un encierro de Atanasio Fernández. Aquella tarde, el aire se volvió de seda y arena, y el público supo que había nacido un torero diferente. Le cortó una oreja a cada toro, pero lo importante no fue el trofeo: fue la sensación, el estremecimiento, la poesía viva de un hombre que toreaba como si recitara un verso antiguo.
Sin embargo, su carrera no fue una línea recta hacia el triunfo, sino una sucesión de altibajos, de silencios y resurrecciones. Toreó poco, muy poco, porque solo podía hacerlo cuando el alma se lo pedía. En 1974, catorce años después de su alternativa, confirmó en Madrid su doctorado con José Luis Galloso como padrino. El toro se llamaba Andadoso, y aunque su faena fue discreta, bastó un quite, una sola verónica con compás jerezano, para que el público lo reconociera como lo que era: un artista fuera del tiempo.
Aquella chispa encendió la llama. En Vista Alegre, junto a Antonio Bienvenida y Curro Romero, Paula dejó una faena que aún se recuerda como un himno a la lentitud. Toreó con el alma, falló con la espada, como tantas veces, pero el público, conmovido, le concedió las dos orejas. Había nacido el mito. A partir de entonces, su nombre se inscribió en las ferias grandes, aunque él siguiera siendo un hombre de silencios, de pocas tardes y muchos sueños.
En Jerez de la Frontera, el 17 de mayo de 1979, vivió una de sus tardes más gloriosas. A Sedoso, de Marqués de Domecq, lo toreó con tanto arte que el público se rindió en una ovación histórica: dos orejas y rabo, y una placa de bronce para perpetuar el milagro. Era el reconocimiento de un pueblo a su torero más sentido.
Pero el tiempo, implacable, fue robándole vigor sin quitarle duende. En 1987, cuando muchos creían que su arte era recuerdo, Paula resucitó dos veces: primero en Madrid, con el toro Corchero de Martínez Benavides, donde cuajó una de las faenas más sublimes que haya visto Las Ventas; y luego en Sevilla, el 12 de octubre, al lidiar seis toros en solitario y salir por la Puerta del Príncipe, como los elegidos.
Aquellos años fueron los últimos destellos de un sol que empezaba a ponerse. Con las piernas vencidas pero la mirada viva, siguió toreando hasta el 2000, cuando en su Jerez natal, ante Curro Romero y Finito de Córdoba, escuchó los tres avisos en sus dos toros. Avergonzado, rabioso, se arrancó el añadido. El público comprendió: acababa de cortarse la coleta, no por derrota, sino por dignidad. Fue su última faena, sin muleta ni espada, pero con el alma entera.
En 2002, el Ministerio de Cultura le otorgó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Y es que Rafael de Paula no fue solo un torero: fue un artista universal. Su arte trascendió los ruedos para convertirse en materia de inspiración, en símbolo de una manera de entender la vida y el toreo como una misma cosa: un instante de belleza que se escapa entre los dedos.
Hoy, su cuerpo será velado en el Tanatorio Mémora de Jerez, y su despedida tendrá lugar en la Iglesia de Santiago, donde será despedido por su gente, los suyos, antes de reposar en el cementerio de Nuestra Señora de la Merced. Allí descansará el gitano que hizo del toreo una plegaria.
Rafael de Paula fue, como escribió José Bergamín, “la música callada del toreo”. Porque en sus muletazos cabía el silencio del cante hondo, el aroma del vino viejo, el temblor del aire de la tarde. Fue un torero que no toreó para todos, sino para quien supiera mirar. Y por eso, aunque hoy se haya ido, su arte sigue vivo: en la memoria de quienes un día lo vieron detener el tiempo en una verónica.
Murió Rafael de Paula, pero su sombra seguirá viva en los alberos, entre los capotes que sueñan con su compás y las muletas que buscan su temple imposible. El toreo pierde a un hombre, pero gana una leyenda. Porque hay toreros que se retiran, y hay otros que, como Paula, se quedan toreando en el aire de la historia.
				






