
30.10.2025 07:39 a.m.
Redacción: Héctor Esnéver Garzón Mora
A pocos días de su cita histórica en Acho, Andrés Roca Rey se desnuda ante su amigo Iván Piana. No habla el ídolo, sino el hombre que aprendió a dialogar con la soledad, a amar desde la distancia y a entender que el toreo no termina en la arena, sino en el alma. Una conversación donde la música, el silencio y la verdad se funden en una sola faena: la de vivir.
Arbeláez - Colombia. El ruedo, tantas veces escenario de su verdad, esta vez se transforma en un espacio invisible, íntimo, donde el capote se cambia por la palabra y la muleta por el silencio. Andrés Roca Rey, el torero que se mide con la muerte cada tarde, se sienta frente a su amigo, el músico Iván Piana, para lidiar un toro más bravo que cualquiera: el de su propia vida.
Hablan despacio, con la complicidad de quienes comparten algo más que recuerdos. Piana le confiesa que le cuesta verlo solo como un amigo, que el respeto que impone su figura a veces construye muros. Roca sonríe y abre las puertas del alma: “Es verdad, dice, hay distancias que el tiempo no borra, pero en la mirada de la amistad siempre se reconoce la verdad.”. Ahí empieza la faena de la palabra, la faena del alma.
Roca Rey recuerda al niño que soñaba con el traje de luces, el que un día dejó Lima con apenas catorce años, un cartelito colgado al cuello que decía “menor de edad”, y una maleta llena de ilusiones. No sabía que al marcharse dejaba algo más que su casa: dejaba su infancia. “Fue duro dice, muy duro. No sabía lo que significaba realmente irse. Y un día te das cuenta de que todo cambia, que todo lo que amas se queda atrás, mientras tú sigues caminando tras un sueño que puede costarte la vida.”
El silencio se hace denso, como el de los patios de cuadrillas antes de romper el paseíllo. Iván baja la mirada, y el torero continúa: “Pero mereció la pena. Esta vida es sacrificio, miedo y alegría a partes iguales. No la cambiaría por nada. Siempre supe que quería ser torero, no recuerdo un solo día sin esa certeza. Es mi manera de entender la vida.”
De pronto, la conversación se vuelve confesión. Hablan de la soledad, esa compañera inseparable del torero. Andrés confiesa que antes la temía, que huía de ella buscando rostros, voces, cualquier presencia que lo distrajera de sí mismo. Hasta que un viaje a Suiza, lejos de los ruedos, lejos del ruido, le enseñó que estar solo es una forma de encontrarse. “Descubrí que la soledad es un privilegio, dice. Que las respuestas a veces solo aparecen cuando no hay nadie más que tú y tu alma. Aprendí a quererme, a escucharme, a no temer al silencio.”
Piana lo escucha en un tono casi religioso. Porque en la voz del torero hay una serenidad que solo concede la verdad. “Antes creía que el valor estaba en salir a la plaza, añade Roca Rey, pero el valor también está en mirarte al espejo y reconocer quién eres cuando el traje de luces cuelga del perchero.”
Hablan después del amor, de los afectos, de la dificultad de saber quién se acerca al hombre y quién al mito. Andrés lo dice sin dramatismo: “No puedes vivir desconfiando, ni cerrarte al mundo. No hay nada más bonito que abrirte con amor, aunque a veces duela. El amor lo es todo: a la familia, a los amigos, al toro, a la vida.”
El torero parece hablar de su faena, pero en realidad habla de su esencia. De ese hilo invisible que une al hombre con el arte.
La conversación se adentra entonces en la raíz, en la tierra. Andrés habla del campo como quien nombra su casa: “El mundo se ha olvidado de la naturaleza. La vida real está ahí, no en las ciudades. La verdadera realidad está en el campo, en la playa, en la tierra. No entiendo que a los niños se les enseñe primero la tecnología antes que la naturaleza. Es como si olvidáramos de dónde venimos.”
Sus palabras suenan como un manifiesto. No de un torero, sino de un hombre que ha comprendido que el arte de vivir también es una forma de sembrar.
Piana sonríe. La charla gira hacia la música. Roca Rey se ilumina: “La música es como el amor. Yo sin música no podría vivir. Escucho música todo el día. Me ayuda a sentir, a conectar conmigo mismo. No huyo de la tristeza ni de la nostalgia. Las abrazo, porque forman parte de mí. No se pueden borrar del alma.”
Dice que el alma hay que tratarla bien, que es más importante que el cuerpo. Que en los compases de Vicente Fernández o en los silencios de una noche cualquiera encuentra las notas que sostienen su fe. “La música, afirma, es lo que me permite seguir toreando, incluso cuando no hay toro.”
Entonces, llega la pregunta inevitable: ¿qué pasará el día que deje de torear?... Roca Rey mira a su amigo con una mezcla de serenidad y vértigo: “No lo sé. Pero un hombre no puede vivir sin propósito. Cuando no tienes propósito, muere la vida.”
La frase queda suspendida en el aire, como un pase eterno que no se acaba. En esa respuesta está toda la hondura del toreo: el saber que cada tarde puede ser la última, pero que mientras haya propósito, habrá vida. Que la verdadera alternativa no la da el toro, sino la existencia misma.
Iván lo observa en silencio. Ya no ve al ídolo que llena las plazas, sino al amigo que busca en la música, en la soledad y en el amor la misma verdad que persigue cada vez que abre la puerta de chiqueros.
Y Andrés, el torero, se queda un instante callado, mirando hacia dentro, como si escuchara el rumor lejano de un clarín.
En ese silencio está todo: el miedo, el sueño, la memoria, la vida. El silencio del toro.







